En mi última ofensiva para seducirla, le cuento que sueño con ella.
Que en mi sueño su matrimonio ha dejado de ser un escollo, porque ya nada nos importa. Que estamos desnudos, tumbados en la alfombra de Aubusson que acoge su cuerpo con lascivia. Nos ilumina el fuego de la chimenea, le digo, y sólo pienso en aprovechar mi lengua para robarte el rocío de sudor que cubre tu palidez urbana.
No me miras, susurro, me envuelves con la mirada y –casi sin querer- me atrevo a sumar promesas a mi historia, más saturada de decepciones que de esperanzas. Esos ojos del color del agua turbia que siempre han conseguido entorpecer mi pensamiento me hacen creer que he dejado de contemplar mi vida delicuescente, para comenzar a vivirla.
A pesar del humo que nos devuelve la envidia de la chimenea atascada, no hueles a leña sino a fango de olivas negras, le confieso, mientras acerco mis labios al pliegue de tu ingle.
¿Y somos felices?, me pregunta, y me quedo mirando sus palabras como si fueran el bocadillo de un comic.
No respondo, porque no sé si aún estoy soñando.
*
[Imagen obtenida de Google]