miércoles, 23 de noviembre de 2011

DESPERFECTOS

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Al Profesor Paredes
Por las alegrías de la juventud.


 
Hacía meses que la nevera funcionaba con una intermitencia descontrolada. Tan pronto cubría las hojas de las lechugas de una escarcha densa con olor a chorizo, como parecía haberse puesto clueca y dispuesta a incubar los huevos que reposaban en la puerta.  
 
Él, hombre previsor, metódico, sumido en una ataraxia inmutable y sin conocimientos de mecánica doméstica, bricolaje, electricidad o generación de frío, se desesperaba frente a la bipolaridad del aparato.

Ella, tan joven como despreocupada, espontánea y hermosa, ni siquiera había reparado en que algo no funcionaba bien. Toda su atención estaba concentrada en su alumno de la clase de Literatura de segundo de bachillerato. Aquel que –en arrebato temerario– le había confesado que ella era la mujer con la que siempre –un siempre de diecisiete años­– había soñado. Ella hubiese preferido poder resistirse a su mirada de cómo me habré atrevido, pero lo cierto es que encalló en aquellos labios que instintivamente, como esponjas, sabían deslizarse por su cuerpo y encontrar el rincón de cada pliegue que la hacía estremecer.

Él, mientras tanto, dividía sus desvelos entre la patología de la nevera y la indiferencia de su mujer, que llegaba a casa cada día más tarde y con la intención única de revivir en duermevela sus días y no atender, ni aún despierta, a sus noches. Si bien él siempre consideró que la mejor forma de deshacerse de un problema es dejar que se diluya por sí mismo, transcurrido un tiempo que consideró más que suficiente, asumió que no podía seguir conviviendo con miedo a la salmonelosis y al desamor.

Cuando aquella noche sacó la tercera cerveza caliente de la nevera, supo que había llegado a su límite. Con decisión apartó el plato en donde aún humeaba su cena, tomó el block de la lista de la compra —que se sujetaba con un imán a la puerta del aparato enfermo— y se dispuso a redactar.

«¿Que escribes?» preguntó ella.

«Un anuncio clasificado» respondió él.

«¿Un anuncio clasificado? ¿Compramos o vendemos?» le interrogó sorprendida.

«Permuto» dijo él y leyó «Cambio mujer infiel por nevera que funcione»
 
 
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[Imagen obtenida de Google]
 
 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

APETENCIA






La especulación en Bolsa me permitió convertirme en un millonario anónimo hace diez años, antes de cumplir los treinta, y así poder vivir de acuerdo con mis deseos y aspiraciones. La educación en el Liceo Francés me dotó de una cultura sólida y la posibilidad de hablar tres idiomas sin que pueda distinguirse mi origen. La afición gastronómica de mi abuelo materno me subsumió en los placeres del sibaritismo. Mi encanto, sin embargo, no es adquirido, ni retocado, sino puramente natural; heredado de mi abuela paterna. He de reconocer, no obstante, que la traza de infortunio inopinado que parece acompañarme es artificial, calculada, entrenada con el único fin de utilizarla como golpe de gracia en el juego de la seducción. No he encontrado a la mujer que se resista a proteger a un ángel soñado en momentos de desdicha. Como resumen considero imprescindible subrayar que cada uno de éstos es un hecho comprobable y no opiniones vertidas por causa de una egolatría hipertrofiada.

En lo que a las mujeres respecta mi hedonismo me lleva a elegirlas en el mejor momento de sus vidas; cuando ya han cumplido los veinticinco pero no han llegado aún a los treinta y lucen una talla treinta y ocho por obra de la genética. Presto especial atención a la naturalidad. Detesto los retoques estéticos y descarto en diez segundos a las portadoras de prótesis por hermosas o apetecibles que puedan ser ellas.

Ser rico, atractivo y culto convierte a la conquista en una apuesta tan sencilla que hace de este punto del proceso la circunstancia que menos regocijo me genera. El goce llega en el momento en que se convencen de que las amo por lo que son y no por como lucen. Los estándares de la belleza exterior son tan exigentes y la cotización de la interior está tan sobrevalorada que todas –sin excepción- caen al primer empujón y se dejan ir. A partir de ese instante mi sibaritismo culinario me ayuda a llevarlas, poco a poco, de su venerada talla treinta y ocho al punto exacto donde a mí me gusta tenerlas, ceñidas en una cuarenta y dos. Hasta hoy no he conocido a ninguna dama capaz de resistirse a la tentación de la gula enamorada.

El proceso de transformación no ocupa más de nueve meses. La noche en que por primera vez se reconocen incapaces de deslizarse en la talla cuarenta del vestido de seda que les regalo, y asumen que han de transitar la brecha que nunca desearon para disimularse en una cuarenta y dos, principia la fase final.

Es entonces, y sólo entonces, cuando decido cómo habrán de morir y que recetas de mi colección utilizaré para saborearlas como se merecen.


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[Imagen obtenida de Google]

martes, 8 de noviembre de 2011

APRENDIZAJE






Al Viejo N.
Por todo lo que me enseñaste
y lo poco que aprendí.


—Abuelo —le distrae mi voz, adolescente, arrebujada en nervios—. ¿Cómo puedo saber si tengo alguna posibilidad con ella?

Es entonces cuando aleja su atención de la madera que talla con la navaja y me sonríe amusgando sus ojos, que son como dos caramelos de menta. Finge pensar, esperando que el humo que trepa desde el cigarrillo sometido con firmeza en el pliegue de sus labios se cuele entre los dos.

Escondido tras esa nube dulce me contesta.

—Si la puedes hacer reír, la puedes hacer gemir.

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[Imagen obtenida de Google]