martes, 25 de octubre de 2011

Anuencia lacerante

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Sospeché que Marta me engañaba con otro la tarde en que le pedí su teléfono móvil y, con voz nerviosa, me preguntó para qué lo quería. A partir de entonces, encontré siempre activada la contraseña de acceso a los mensajes y la lista de llamadas realizadas y recibidas vacía.

No tardé en descubrir quién era él, ni en imaginar cómo habría comenzado todo. Acababan de destinarle, desde su sede central, a la delegación en la que trabajaba Marta. Era un tipo atractivo, seductor y estaba solo en la ciudad.

Tampoco me llevó mucho tiempo conseguir que nos hiciéramos amigos. Siempre he sido afable, buen conversador, simpático y resultó sencillo abrirle la puerta a Marta para que lo introdujera en nuestro círculo de amistades.

Durante ese período, en el que Marta buscaba excusas nuevas con las que ausentarse, heredé la casa en la playa y me amparé en la necesidad de reformarla para pasar allí tres fines de semana de cada cuatro. Seis meses después, había cambiado techos y suelos, reformado la cocina y los baños, instalado las chimeneas de gas en las habitaciones y el salón y pintado o empapelado toda la casa. El tiempo invertido en la supervisión de la obra fue un regalo que les hice para que consolidaran los conocimientos de sus vicios mutuos. Y doy fe de que lo aprovecharon.

Según el plan inicial que le conté a Marta, para la cena de ayer seríamos seis, si bien al final sólo estábamos nosotros tres. Les expliqué que Lola, Paco y Lucía no se habían atrevido a hacer los ochenta kilómetros desde la ciudad en una noche tan fría y tormentosa. «Así que cenaremos nosotros tres solos» les dije, mientras volcaba el vino en el decantador, percibiendo el cruce furtivo de sus miradas.

Me resultó fácil generar una llamada de la central de alarmas de mi empresa (sólo tuve que soltar una rata en la oficina) y así poder excusarme, justo antes de los postres, diciendo que no podía dejar de atenderla. Que tendría que volver a la ciudad y ver que todo estuviera en orden. Que a pesar del clima, no me llevaría más de dos horas ir y volver. Que me esperaran con las copas servidas.

Me resultó tan fácil como manipular la llave del gas de la chimenea de la habitación principal de la primera planta y el interruptor de la luz, para que produjese la chispa necesaria.

Lo que nunca imaginé fueron sus prisas.

Lo que nunca pensé fue que llegase a ver la explosión por el retrovisor del coche, mientras trazaba la segunda curva de la carretera, camino de la ciudad.


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[Imagen obtenida de Google]

lunes, 24 de octubre de 2011

Microrrelatos al por mayor





Hoy tengo la satisfacción inmensa de ver mi microrrelato FAMILIA publicado en el blog Microrrelatos al por mayor de nuestra querida Luisa Hurtado González, en su ciclo de temática ecologista.

Por si ello fuera poco, está acompañado por unas magníficas ilustraciones de  Juanlu/Luiyi.

Podéis llegar hasta allí siguiendo este enlace.

Asimismo, si queréis ver más ilustraciones de Juanlu, no tenéis más que pinchar aquí.

Os puedo garantizar que es un viaje que vale la pena.

Me gustaría hacerle llegar a ambos el mayor de mis agradecimientos. No podría estar ni en mejor casa, ni mejor acompañado.

Gracias, Luisa. Gracias Juanlu.


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viernes, 21 de octubre de 2011

AL OTRO LADO DEL ESPEJO






Me complace contaros que en el día de hoy, la revista digital aL OTRO LADO DEL ESPEJO publica mi microrrelato Post-it®.


Desde aquí quiero agradecer al Comité Editorial de la revista la publicación e invitaros a pasar por allí y dejar vuestros comentarios.

Podéis hacerlo pinchando exactamente aquí.


domingo, 9 de octubre de 2011

Legado







La bisabuela de su abuela llegó al noroeste de La Española huyendo de un Auto de Fe. Su condición de polizón y de bruja perseguida le empujó al noroeste de la isla, en cuyos bosques se instaló y acabó añadiendo a sus conocimientos los secretos del vudú. Por las profecías que dejó escritas, y que llegaron a sus manos a través de las generaciones y las distintas migraciones de su familia, sabía que aquel de sus descendientes que la venerase sería afortunado y feliz, siempre que cumpliera con los preceptos y no olvidara las advertencias —algunas crípticas, otras demasiado obvias— que acompañaban los textos proféticos.

Cuando su madre vio la pasión pueril con la que él se entregaba a descifrar los manuscritos que contenían aquel centenar de folios de lino, que le entregó envueltos en una seda negra pespunteada con hilos dorados el día de su decimotercer cumpleaños, se rió de él y le dijo que ella podría resumirle los miles de palabras ininteligibles de la vieja en dos frases: «En este mundo se hacen y en este mundo se pagan» era la primera. La otra era igual de fácil y casi idéntica en su fondo: «Quien a hierro mata, a hierro muere». También le dijo que la única advertencia que siempre había cumplido era la que contenía la hoja rasgada justo en el centro: «Si la noche te envuelve en un cementerio con deudas en tu conciencia, no saldrás de allí»

El paso del tiempo le transformó en un hombre abocetado por la codicia y la atonía moral. La primera vez que fue consciente de la envidia que los demás le generaban fue cuando se preguntó por qué no gozaría él de la presciencia que iluminó a aquella vieja bruja que, «al fin y al cabo, no había sabido utilizarla para enriquecerse». Al concentrar todo el esfuerzo en su ascensión al éxito, olvidó los manuscritos, que tanto le habían obsesionado, en el fondo del cajón de los álbumes fotográficos que acumulaban telarañas en el trastero. En todo el tiempo que les había dedicado, no había obtenido nada de ellos.

Aquel atardecer temprano de un diciembre frío y despejado, en el entierro del Consejero Delegado de la empresa, pudo sentir las miradas subrepticias de admiración que acariciaban su espalda. En pocas horas él sería el elegido para ocupar la plaza del consejo que había quedado vacante. Debía exteriorizar menos tribulación que fuerza de ánimo, pero la suficiente aflicción como para parecer dolido por la pérdida. Recibió pésames sinceros y abrazos carentes de sentimientos junto a la familia, y cuando ya todos se marchaban, insistió en que necesitaba quedarse allí para despedirse, «no de mi mentor, sino de mi padre profesional»

Una vez en soledad, se giró para apreciar la calidad del mármol del panteón familiar del difunto. Después de repasar el detalle con que estaban esculpidas las alas de los dos ángeles taciturnos que guardaban la entrada, alzó la vista y notó que anochecía. Un cielo turbio, como del color de la sangre sucia parecía descansar en las copas de los cipreses. Treinta y cinco años después recordó la única advertencia de la abuela bruja que su madre siempre había cumplido.

«No tengo nada que temer» masculló, en tanto buscaba el camino para salir de allí.

«Sí tienes», dijo una voz que sólo él pudo oír.

[Imagen obtenida de Google] 
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