Aunque todos notaran el sabor a lástima densa que tenían sus palabras, nuestra madre insistía en que, a mi gemelo y a mí, sólo se nos diferenciaba porque él olía a leña húmeda y yo a arena mojada. Éramos idénticos, sí, pero mientras que a mí me tocó asistir a nuestras vidas, a él le tocó vivirlas. Al menos hasta que se acabó su suerte.
El éxito era suyo, el fracaso mío. Él hacía los goles a nuestro favor, yo los penaltis en nuestra contra. Su adolescencia estaba empapelada de sobresalientes, la mía empedrada de suspensos; su carrera de matrículas de honor, la mía de cursos repetidos. Él insistió en que fuéramos socios en el bufete porque se sentía culpable, no porque creyera en mí. Desde muy pronto me obligué a disimular mi envidia. Incluso cuando se casó con Rebeca, aun sabiendo que yo la amaba con desesperanza. Siempre estuve convencido de que la ventura había quedado de su lado cuando se dividió nuestro embrión. Pero me equivocaba.
Cuando el conductor kamikaze nos embistió en aquella autopista de Turquía él murió en el acto. Sin embargo yo salí ileso.
Ayer lo enterramos. Después de quedarnos solos en el cementerio, Rebeca se acercó a mí y abrazándome por la espalda, me susurró al oído: «Mi amor, tenemos que irnos ya». Mientras yo, fingiendo un impulso amordazado por el dolor, no dejaba de acariciar la lápida con mi nombre inscrito en ella.
El éxito era suyo, el fracaso mío. Él hacía los goles a nuestro favor, yo los penaltis en nuestra contra. Su adolescencia estaba empapelada de sobresalientes, la mía empedrada de suspensos; su carrera de matrículas de honor, la mía de cursos repetidos. Él insistió en que fuéramos socios en el bufete porque se sentía culpable, no porque creyera en mí. Desde muy pronto me obligué a disimular mi envidia. Incluso cuando se casó con Rebeca, aun sabiendo que yo la amaba con desesperanza. Siempre estuve convencido de que la ventura había quedado de su lado cuando se dividió nuestro embrión. Pero me equivocaba.
Cuando el conductor kamikaze nos embistió en aquella autopista de Turquía él murió en el acto. Sin embargo yo salí ileso.
Ayer lo enterramos. Después de quedarnos solos en el cementerio, Rebeca se acercó a mí y abrazándome por la espalda, me susurró al oído: «Mi amor, tenemos que irnos ya». Mientras yo, fingiendo un impulso amordazado por el dolor, no dejaba de acariciar la lápida con mi nombre inscrito en ella.
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[Imagen obtenida de Google]
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